martes, 6 de diciembre de 2011

weeeed!!!

Nueva York es una gran ciudad. Algún motivado incluso la llama “The Greatest City Of The World”. No niego que la ciudad sea espectacular, o que sus posibilidades sean infinitas, pero hay que mirar todo con lupa. Supongo que, si no fuera por el frío polar, podría considerarse con menos objeciones. Como toda gran ciudad, Nueva York tiene ventajas y desventajas, provocadas por sus propias ventajas, que a su vez provocan desventajas, dando lugar a nuevas ventajas, en un continuo ciclo teseráctico, que deriva irremediablemente en una relación de amor-odio entre los ciudadanos y la metrópolis...

Al igual que el día anterior, me quedé dormido sobre las ocho de la tarde, derrotado por la marihuana. La marihuana te kills si te descuidas. En ambas ocasiones desperté a las tres de la madrugada, completamente perdido, sudoroso, hambriento y con la boca extremadamente seca. La primera noche conseguí volver a dormirme pasadas unas dos horas, ayudado por otro porro y un sandwich frío de mortadela. Sin embargo, al día siguiente ya no tuve tanta suerte y tras pasar una hora dando vueltas en la cama, decidí incorporarme, consciente de que tendría que despertar en unas cuatro horas para ir a la escuela,. Lié otro porro y terminé de escribir una de mis últimas publicaciones. La inspiración siempre me visita por las noches y tengo que aprovecharla.

Ya había amanecido cuando terminé de dar los últimos retoques y me metí en la ducha. Necesitaba refrescar mi cuerpo para no notar los síntomas del cansancio tan pronto. Si iba a estar cuatro horas en la escuela perdiendo mi tiempo, era preferible hacerlo en condiciones óptimas. Tenía que salir con media hora de antelación, para llegar a las diez a clase. Sin que sirviera de precedente, decidí salir 15 minutos antes, para poder desayunar y recobrar fuerzas. Compré un roll de salchicha con queso y huevo y no respiré hasta haberlo terminado. El paseo hacia la estación de metro más próxima fue reconfortante. Hacía un tiempo casi perfecto, con calor al sol y frío en la sombra. Naturalmente, avancé por la acera soleada, sin llegar a comprender muy bien porqué habían transeúntes caminando por la otra acera.

Cuando bajé las escaleras del metro y entré en la estación de Bedford Ave, no podía imaginar la agonía que me deparaba el viaje. Tendría que haber ido en dirección contraria, hacia Marcy Ave y coger la línea M, pero ya era demasiado tarde para volver sobre mis pasos. La presencia masiva de personas en el andén, todas esperando coger el mismo tren para ir hacia Manhattan, me hizo sonreír por dentro y arrepentirme por un momento de estar en THE GREATEST CITY OF THE WORLD. Bajé al andén y avancé hacia el fondo, con la esperanza de encontrar menor aglomeración, pero la masificación no disminuía. Miré el reloj: eran las 09:40 y el tiempo ya no jugaba a mi favor. Los trenes venían con intervalos de ocho a once minutos, una frecuencia inusualmente alta, teniendo en cuenta que era el primer lunes después de Thanksgiving y todos los humanos volvían al trabajo y a sus vidas cotidianas. La imagen era cómica: gente de todo el mundo, tramando sus jugadas, tratando de hacerse un hueco en la línea frontal entre cientos de individuos, para tener una ínfima posibilidad de meterse en el siguiente tren y no llegar más tarde a su destino. La crispación iba en aumento. Traté de situarme lo más cerca que pude, pero mis esperanzas por entrar eran nulas. Un chino bajito de unos 50 años se colocó delante mía, empujándome sin reparos y regalándome una mirada de mierda, que ni siquiera supe interpretar. La megafonía anunció la proximidad del tren. La expectación inicial se convirtió en decepción general. El tren venía lleno. Desde fuera podíamos observar el interior de aquella lata de sardinas gigante, que transportaba humanos de todas las razas hacia el centro de la ciudad. Las cabezas de las personas que formaban aquel cuerpo, sobresalían lastimeramente en busca de dignidad, elevando la cabeza hacia arriba, sofocadas; parecían girasoles en busca de sol, pero eran personas buscando oxígeno. Aquello era una auténtica dosis de realidad. Cuando el tren se detuvo, los pasajeros del andén se agolparon ante la puerta, colapsando cualquier tipo de vía de escape para los pasajeros que suspiraban por abandonar el vagón. Desde el principio, tuve claro que no pertenecía a aquel tren. Me alegré cuando vi a aquel chino cincuentón quedarse también fuera. Es mejor no jugar con los hijos del Diablo.

El tiempo corría en contra de todos y nadie tenía la intención de ceder un centímetro. Demasiada tensión para mi gusto burgués. Vino un tren en dirección contraria, y con él, algunas personas más desaparecimos con la esperanza de encontrar un hueco por donde colarnos, en alguna parada previa. Víctima de las prisas, bajé en la siguiente estación, en un acto incauto que por suerte no tuve que lamentar en exceso. El andén parecía prácticamente igual de abarrotado, aunque en este no todos se agolpaban en el frente y muchos esperaban apoyados contra la pared; cuestión de arquitectura supongo. Quedaban unos tres minutos para la llegada del siguiente tren. A medida que iba avanzando comenzaron a salir pivones entre los pasajeros, por lo que me vi forzado a aminorar mi marcha. Eran ya las 09:50 y tampoco pensaba que pudiera colarme en este tren, de manera que puse música en mis cascos y opté por relajarme. Me situé a media altura del andén, detrás de una chica que emanaba un aroma excitante: da igual la hora que sea o la situación en la que me halle,  siempre cruza mi cabeza algún tipo de pensamiento sexual. Es inevitable. El tren hizo su aparición mientras Cunninlynguists complacía mis oídos. Venía igual de lleno que el anterior, lo cual me hizo pensar que debí haber bajado una parada más tarde. A diferencia del anterior, de este salieron muchos pasajeros. Rápidamente, las personas agolpadas en la puerta comenzaron a entrar, suspirando, directos a su hueco. Por un momento, pensé en darme la vuelta y volver a casa, dar por finiquitada la vida y no salir nunca más de mis aposentos, pero justo en ese instante, la chica del buen aroma se apartó y vi un pequeño hueco, en el que sin lugar a dudas estaba escrito mi nombre. En un movimiento brusco, dejé claro al resto de los presentes que aquel sitio me pertenecía. Me metí hasta donde pude y puse a salvo mi mochila. Las puertas cerraron a trompicones y suspiré aliviado; había conseguido lo más difícil, ya formaba parte de la marabunta. Al igual que el resto de pasajeros, opté por alejar mi nariz del sobaco más cercano y giré mi cabeza mirando al techo. El título de la escena bien podía ser: “¡Qué triste es vivir en New York!”. En aquella lata de sardinas gigante rusa la incomodidad era un hecho y la dignidad una utopía. Nadie miraba a nadie, conscientes del ridículo. El silencio era absoluto. Con el dedo índice presionado con todas mis fuerzas contra el marco superior de la puerta, pues todas las barras de sujeción estaban ocupadas o lejos de mi alcance, mantuve el tipo durante las continuas embestidas, producidas por los cambios de velocidad del tren en las curvas. Tras uno de los primeros vaivenes escuché unas carcajadas, en el siguiente, creí vislumbrar una pelea en el fondo del vagón, pero debió de ser mi imaginación... o más bien una fantasía. La incomodidad, acompañada por los malos olores y las caras de mierda que me rodeaban, me hizo pensar como siempre en Dark Oblivion, donde a pesar del temor, la calma impera. Necesita abstraerme, enviar a toda aquella panda de humanos molestos a un lugar "imaginario" de donde no pudieran escapar, en caso de confirmarse la leyenda.



Llegamos a Bedford Ave. Esta vez, yo ya formaba parte del interior y mi sitio no corría peligro. Algunas personas trataron de salir y muchas quisieron entrar. El cúmulo era excesivo, sin apenas espacios para poder siquiera respirar en condiciones. Me encontraba inmerso en mi música y ojeando mis bolsillos, desconfiado, cuando de repente escuché unos gritos. “What the fuck!! Don´t fucking touch me!! Motherfucker!!” Eran las 10:00 de la mañana. Una negra, probablemente salida de alguna película de Spike Lee,le gritaba histérica a un hombre, que parecía no dar crédito a lo que estaba escuchando. Ella le reclamaba su espacio, como si el hombre tuviera alguna opción para decidir dónde meter su brazo. No podía creer lo que estaba viendo. La negra había perdido la cabeza y gritaba endemoniada. “¡MOTHERFUCKER, MOTHERFUCKER, MOTHERFUCKER!” Tres veces. Pensé que Motherfucker aparecería en el vagón, invocado por esa jodida desquiciada. El hombre se mantuvo estoico y el resto del vagón estupefacto, ¿para qué molestarse?. Estábamos todos en la misma vergonzosa situación y no había necesidad de malgastar la energía en aquella chica de barrio maleducada. Todos seguimos en nuestra posición, formando aquel cuerpo de basura humana interracial, míseros hasta el infinito. Llegamos a 1st Ave y el cuerpo comenzó a perder efectivos. En 3rd Ave ya se podía respirar. Bajé en la siguiente parada, contento por perder de vista aquel tren, que había alternado el buen humor con el que empecé el día, hacía ya unas siete horas. Cambié a la línea Q, para llegar a la 42th con Times Square, donde está situada la escuela.

Salí a la superficie a las 10:15 am aproximadamente, harto de aquel viaje que debió ser un paseo y se convirtió en una ridícula y agobiante odisea. Entré en clase con unos veinte minutos de retraso, pero no pasó nada. Afortunadamente, mi escuela es poco más que una tapadera, que te permite venir a New York con visa de estudiante - siempre y cuando pagues tus facturas religiosamente -, mientras buscas trabajo de manera ilegal, ayudando a hundir aún más la economía Norteamericana. Me interesa.

La vuelta a casa en metro fue más apacible y el día... no lo recuerdo. Pero lo cierto es que vivir en una ciudad grande a veces es una puta mierda. Tan cierto como que esta ciudad me depara cada día más sorpresas. Me interesa.

martes, 29 de noviembre de 2011

areeeereeeeee

De manera que no, el balance del mes de Septiembre no fue muy positivo. Al margen de un videoclip, que espero editar algún día y que grabamos de manera casi improvisada por las calles de Brooklyn - gracias a la Red One y el equipo técnico que había conseguido Pablo, co-autor del tema en cuestión, a cambio de su ayuda en otro proyecto para alumnos de la New York Film Academy -, el mes de Septiembre apenas fue productivo. Asistía por las mañanas a las clases de inglés, que me permitían mantener el visado de estudiante, mientras buscaba trabajo de forma ilegal. Tenía los contactos para poder empezar a trabajar en algún restaurante, donde sería libremente explotado, pero con el Festival Erótico Venus de Berlin a la vuelta de la esquina, era consciente de que abandonaría el trabajo pronto, comprometiendo a la persona que me ponía en contacto. Decidí esperar a mi regreso. Me limité a seguir buscando contactos, gente relacionada con la música y el cine, tratando de moverme con buen criterio por la ciudad, con la esperanza de estar en el momento y lugar indicados. Necesitaba algún proyecto.

Pero poco puedo recordar que sea remarcable o digno de ser expuesto. Quizá una visita a un estudio de música en Brooklyn, metido en un sótano hecho un completo desastre, como consecuencia del huracán Irina. En una de las paredes colgaba un disco de platino, obtenido por producir tres de las canciones de un álbum de Ja-Rule, que había vendido más de diez millones de copias por todo el mundo. Y a pesar de todo, tras el éxito, el tipo seguía metido en un maldito KTTR; inundado de mierda hasta el cuello y oliendo a perro mojado. Supongo que su adicción a la cocaína pesó más que su talento: sus beats sonaban gordos y frescos. Quedé en volver a llamarle, para intentar grabar allí algo, pero no lo hice. En lo que al mundo musical se refiere, lo cierto es que no hubo grandes avances. Asistí a algunos conciertos y conocí algunos artistas, que como mínimo lanzaban un rayo de esperanza sobre la crisis creativa y de identidad en la cual me encontraba inmerso. Pero eso fue todo. Muchas cosas dichas y pocas hechas. Es triste admitirlo, aunque peor sería esconderlo, como el VIH.

Mi energía se desperdiciaba, corroída por el basto sentimiento de culpa que me acompañaba desde que abandoné España, para establecerme en Nueva York. Me había marchado de Alicante, despidiéndome de muy malas maneras de mi padre, que afrontaba la última etapa en su lucha, perdida de antemano, contra el cáncer de esófago. Llegué a tener pesadillas recurrentes, en las cuales aparecía de vuelta en los pasillos de mi casa de Alicante y me encontraba con La Topo - una especie de amante o pareja (según ella) o chófer (según él) que estaba metida en mi casa durante los últimos meses, en los cuales mi padre abandonó el hospital y regresó a casa, para ya nunca volver a salir de ella con vida. Le llamábamos La Topo, porque deambulaba por el hogar sigilosamente, escuchando nuestras conversaciones y transmitiendo la información a mi padre, como una especie de espía dentro de la familia. Teníamos que hablar en inglés, mezclado con alemán, para que la mujer no entendiera lo que decíamos. El colmo del ridículo -. En el sueño, hablaba por teléfono con mi padre y le decía que ya estaba en Nueva York, pero La Topo corría a informar de mi mentira. Entonces mi padre comenzaba a gritar desde la cama y yo salía de casa, para evitar enfrentamientos. Además, tal y como sucediera en la realidad, en el sueño mi novia estaba escondida en una de las habitaciones para que mi padre no supiera de su presencia, que parecía consternarle. Cuando despertaba, lo hacía con una sensación de angustia comparable al que tengo cuando soy infiel a una persona a la que amo. El sueño era tan realista como claro. Sentía haber tratado tan mal a mi padre, a pesar de todos estos años de relación infructífera. Tenía que volver para solucionarlo, si no quería que las pesadillas me acompañasen para el resto de mi vida.

Pasaban los días y no me decidía a llamar, hasta que finalmente, mi madre me dio el valor y motivos suficientes para hacerlo. Se me hacía muy difícil llamarle, no podía oír su débil voz, que antaño había sido siempre tan poderosa y agresiva. Al escucharle sentía el Dark Oblivion cernirse sobre mí. Cuando hablé con él, me sorprendió que se mostrase tan afectivo y próximo, con ánimo de enterrar el hacha de guerra de una vez por todas, si volvía a España para visitarle. El fin estaba próximo y los dos lo sabíamos. Le aseguré que iría pronto - justo después del Festival Porno – y me sentí bastante aliviado. Sabía que ELLA se enfadaría, después de toda la espera, al saber que debía regresar a Europa, no solo para ir al Festival deVenus, si no también para quedarme allí de manera indefinida; por lo menos hasta que volver a marcharme no supusiera una losa para mi eternidad. Al final, la semana de viaje se convirtió en mes y medio.

Con el ego por los suelos, sintiéndome un mal novio y un peor hijo todavía, marqué en el calendario los días que quedaban, para escapar del Teseracto en el que estaba atrapado y retomar fuerzas en Europa, aún lejos de sentirme adaptado al ritmo neoyorquino o a la cultura americana at all. Mientras tanto, trataba de evitar peleas con ELLA y me mantenía todo lo distante que una habitación compartida te permite. Obviamente exagero si digo que nuestro mes fue tan malo, también hubo momentos buenos, pero se mascaba demasiada tensión y estábamos siempre a la defensiva, lo cual perturba en demasía mi memoria rencorosa de Hasam (areeereeee, mos-que-taaaa-roosss, tatatatatatatatatatatata).

¿El resumen? Vida marital fracasada, borracheras sueltas, drogadicción despreocupada en tiempos de escasez y raciocinio, momentos divertidos, también momentos incómodos, odio, amor, no muchas noches de rap, ni grabaciones; algunas tardes y noches donde quedaba con algún conocido, hasta que el aburrimiento me enviaba de vuelta a casa, donde fumaba hierba y bebía hasta dormirme. Apenas salía de Brooklyn, salvo por los viajes matinales en metro hacia Manhattan, cuando iba a la escuela. Después, en lugar de explorar la gran manzana podrida, volvía para comer y rara vez salía de casa, de modo que no aprovechaba el buen clima veraniego de New York, que daba sus últimas sacudidas de calor (como quien se sacude la poya para eliminar gotas de orina), antes de pasar al frío polar que acostumbran por estos lares.

Por cierto, creo que voy a dejar de utilizar mi nombre y el del resto de personas que aparecen en mis historias. No quiero terminar como Woody Allen en “Desmontando a Harry”, enfrentándome a una ex-mujer que me apunta con una pistola por contar mis intimidades, que a fin de cuentas, ni siquiera me pertenecen en su totalidad. ¿Quién puede decir que su vida privada le pertenece? Es de locos.

Un último apunte, hace una semana me desperté con una erección de caballo, tras soñar con una niña de 16 años, a la cual quería poseer bajo cualquier precepto. Ella también ponía de su parte, pero su madre y también parte de mi familia se interponían, frustrando mis intentos disimulados por tocar su entrepierna. Todo esto sucedía en mi casa de Alicante. La excitación por lo prohibido me ha puesto en alerta, pero ha sido agradable, a la par que enfermizo. Mucho me temo que mis ansias secretas por follarme una menor deja de ser un secreto en este mismo instante. Ya si tal... mañana sigo.

sábado, 19 de noviembre de 2011

de vueltas de todo

“Han pasado tantas cosas que no hay quien las cuente”. Santi Uve, Musilosofoeta.

¿Por dónde se empieza?

Nuevo intento fallido por motivos de inconsistencia. Dejo pasar el tiempo, hundido en mis pensamientos, sin amor propio ni fuerzas para sacar adelante proyecto personal alguno. ¿Por dónde iba?

Tras mi breve pero traumático paso por Islandia, llegué finalmente al aeropuerto de JFK en New York. Una vez recogidas las maletas, me dirigí al andén, donde monté en un tren con dirección Brooklyn, como Loco Dice. Unos cuarenta minutos más tarde, aparecí en Union Ave con South 2, donde Annie, la amiga de Tara, estaba trabajando como estilista, para una especie de programa televisivo, que se difundiría en directo a través de internet. Arrastrando mis posesiones, me acerqué a una cabina telefónica y llamé para informar de mi llegada. Annie me dio sus coordenadas y bajó a buscarme, justo cuando un grupo de portorriqueños en busca de amigos, me ofrecía ayuda con las maletas. Mi respuesta fue más corporal que verbal y en menos de dos segundos desaparecí de su campo de visión. Por suerte no me siguieron.

Saludé efusivamente a Annie, tras cuatro meses de ausencia, y le seguí hasta el interior de un edificio, que a simple vista parecía abandonado. Es algo muy común en Nueva York, o al menos en Brooklyn; edificios que parecen fábricas abandonadas, albergan en su interior auténticos hogares de lujo. Subí las escaleras detrás de ella, después de atravesar un Hall estilo Crackhead, haciendo un penúltimo esfuerzo titánico por salvaguardar mi maldito equipaje. Recordaba el interior de aquel edificio, había estado allí durante mi anterior estancia. La casa era utilizada para hacer fiestas temáticas y por lo visto, también como escenario para desarrollar actividades artísticas aleatorias. Iban a grabar un show para TV online, que ofrecía monólogos y actuaciones en directo, durante unos 30 minutos sin contar la publicidad. Hubo tres cómicos y dos grupos musicales. El público estaba compuesto por amigos y amigas de buen ver, incluidas tres tías buenas que hacían las veces de animadoras, a base de bailes eróticos y movimientos seductores. La chica de producción, así como las estilistas, eran las únicas mujeres sin atractivo físico, las demás merecían ser castigadas sexual y repetidamente. Durante unas dos horas, me sumergí en un carrusel de tópicos americanos. El público era tal y como lo vemos en televisión, efusivos hasta límites innecesarios. Llegué a sentirme incómodo. Hay que reconocer que los americanos saben montar shows, o al menos fingirlos. El nivel de los monologuistas me hizo pensar que yo también podría hacerlo, si de esa mierda se trataba. Al final volví a casa y conocí a mis dos nuevas compañeras de piso italianas, ambas borrachas. Una escribía en no sé qué importante magazine italiano y la otra era fotógrafa para el New York Times. Yo era un don nadie, a las puertas del Teseracto.

El mes fue un cúmulo de despropósitos. Recuerdo situaciones marginales de disfrute relativo, situaciones memorables por ajenas, donde jamás llegué al clímax. Como aquella noche en el río Hudson (donde solo Dios sabe cuantos cadáveres descansan bajo su superficie, en continua descomposición); henchido de coca, rodeado de desconocidos, la mayoría negratas grandes, divertidos y ruidosos. Y yo, sentado a solas con una cerveza, en la segunda planta de un bote de 45pies, comprado a precio de ganga por un ene-amigo de Tara, un completo charlatán italo-americano. Estábamos atracados sin licencia, cerca de unos projects, contemplando, desde un ángulo privilegiado, la línea que dibujan los rascacielos de la ciudad de Manhattan. Una imagen de postal para el recuerdo, pero poco más. La conversación no fue gran cosa. Uno de los negräten estaba tan atrapado, que paró de poner canciones a medias, en su teléfono móvil, mientras pronunciaba, también, frases a medias. Aquella noche me entraron prisas por volver a casa para eyacular mi pelotazo (adoro las pajas de 8 horas). Tan solo buscaba algo de compañía, pero creo que me pasé con la dosis.

Los primeros días los viví prácticamente a solas, entre la hierba y Futurama, a la espera de Tara, que estaba en Burning Man, tratando de colarse en la cuarta dimensión por la vía rápida. Ya entonces, la relación estaba algo deteriorada, por los continuos viajes de ida y vuelta, que han formado parte de mi vida en los últimos siete meses. Recuerdo haberle dicho en Madrid que nuestra relación ya parecía condenada. Casi antes de empezar. De todas formas, la manera en la que la conocí, intercambiando saliva con ella, su amiga y sus respectivos novios en la primera cita, puestos de eme hasta la médula, quitaban gran parte del crédito que podíamos tener, con poco espacio para la sorpresa. Mucha ilusión integrada en un proyecto sin pies ni cabeza, ni futuro. Aun así, lo intentamos, claro que lo intentamos, seguimos en ello y seguiremos hasta que el odio o la indiferencia dicten sentencia.

A lo largo del mes tuvimos demasiados roces. Parecíamos dos completos desconocidos, que follaban por la proximidad del espacio. Nuestras respectivas presencias nos perturbaban en exceso y la sensación aumentaba, cuando estábamos rodeados por alguno de sus amigos. Aquello eran auténticas batallas psicológicas, mediante frases o miradas, donde tratábamos de quitarnos méritos y dejarnos en evidencia ante el público improvisado del momento. No estoy muy seguro de cómo pude aguantar tanto. Una noche, salimos con dos amigos suyos, una pareja de los círculos de Burning Man. Ya en casa de la pareja, Tara actuaba como si no me conociera, lo cual me hacía pensar que ahí no pintaba nada. ¿Para qué me había invitado, si no para intentar hacerme sentir mal, marginándome del resto? Era tan absurdo, que tenía sentido. Me hice un hueco a base de contra-réplicas, pues soy difícil de batir (salvo cuando la mente me depara) y todo pareció suavizarse, hasta que finalmente, llegamos a la fiesta. Otro edificio con apariencia marginal, que escondía en sus entrañas una más que decente fiesta de música Dub Step y pinturas fluorescentes para la cara. Habíamos tomado ácido y empezaban a notarse los efectos. Desde que entramos, Tara se estuvo comportando de manera distante, hasta que decidió empezar a comportarse como una zorra, directamente. Cuando iba a hablarle al oído, se giraba y hacía como que no me había escuchado, ignorándome por completo y desaparecía de mi lado, para irse a bailar con cualquier buitre que se acercara, dedicándome alguna mirada fuera de lugar para más inri. (El ácido seguía con su particular escalada.) Primero me quedé pálidamente sorprendido, sin mostrar reacción alguna, consciente de lo estúpido de la situación. La lógica se abrió paso ante aquella deplorable imagen; si yo no estaba enamorado de ella, ni ella de mí y lo único que hacíamos era pretender estarlo, ¿qué demonios hacía yo ahí parado? Cogí mi chaqueta del suelo y salí cabreado, conmigo mismo por idiota y con ella por puta, con la pintura iluminando mi desencaje facial. Le mandé un mensaje, dado que no me atendía en persona y le pregunté “¿Cómo puedes hacerme esto?”, cuando lo que en realidad quise decir fue: “Eres una puta de mierda, que te follen!” Pero no todo es tan sencillo. Supongo que era consciente de mi porcentaje de culpa, en forma de infidelidad al descubierto. Entonces, ¿porqué seguíamos juntos, si no me había perdonado? ¿Para devolverme el favor? ¿Le estaba ofreciendo la oportunidad de vengarse para dejar de sentirme culpable? ¿Qué mierda era esa?

Volviendo a la fiesta; Tara salió con sus amigos y me encontraron volviendo de un Deli, donde había comprado agua y tabaco para relajar el pelotazo, ya que parecía que iba a tomar un camino distinto al suyo. En ese mismo instante, la policía apareció, sorprendiendo a Tara, que estaba meando en la calle. Se llevó su multa. Ese pequeño gesto casual me hizo perdonarle un poco y decidí no aumentar el conflicto, dados los efectos de la lisergia, que podrían haber desembocado en un gran hundimiento. Asique seguí con la manada, e incluso le di la vuelta al asunto, haciendo que ella se sintiera mísera por su comportamiento y disfrutando un poco de su sufrimiento, pero la brecha ya estaba hecha por ambos lados. No obstante, el sexo de reconciliación fue bastante bueno, gracias a los residuos del lsd, que aumentaron exponencialmente la sensibilidad de mi pene.

Aunque no quisiera dejarlo así, ya seguiré más tarde. Y, por más tarde, quiero decir: Dark Oblivion.


sábado, 24 de septiembre de 2011

Islandia, país de hielfos

Con la lección bien aprendida, más experiencia y menos dinero, salí del hostal en el que me hospedé aquella noche, después de tomar un café y tratar de ingerir un croissant industrial harto mediocre. Llegué con antelación suficiente a la estación de tren para volver a dirigirme hacia el aeropuerto; esta vez fuí directo hacia la terminal 2. No había ni rastro del estrés y la presión que me acompañaron el día anterior, durante el mismo trayecto. Todo parecía mágicamente sincronizado, los trenes llegaban en cuanto yo pisaba el andén, siempre con asientos libres esperándome. El ascensor hizo lo propio. Llegué antes de lo previsto para el check-in, pero la cola formada ya era considerable (todo es considerable si lo consideras).

La mayoría de la gente a mi alrededor tenía la mirada fría, muy fría, incluso helada. Una por una, fui recorriendo todas las caras que me rodeaban. Cuanto más las miraba, más siniestros me parecían sus rasgos. Había algo extraño en las caras de mis compañeros de espera, algo que aún tardaría un tiempo en descubrir. Por un momento creí escuchar a una chica rubia hablando en italiano, pero al poco me percaté de la diferencia. Fonéticamente recordaba más al sonido de alguna lengua muerta, elfo, hebreo satánico, ¡quizá esperanto!, pero nada familiar. Resultó ser Islenska. Ni una sola frase en alemán o inglés fue emitida por ninguno de aquellos pasajeros, que parecían ansiosos, esperando para volar de vuelta al planeta del que provenían. El vuelo hacía escala en Islandia; durante una hora y media estaría en la Isla de Hielo: Iceland. En inglés tiene sentido, pero en castellano no tanto, ¿Islandia? ¿Tierra de Islas? No lo entiendo.

El agobio volvió a aparecer a medida que se acercaba mi turno, pensando en los kilos de más que tendría que volver a pagar por el equipaje. Cuando tan solo un pasajero me separaba del check-in, Penélope Meth me reconoció y saludó desde la distancia. Sonreí avergonzado. Llegado mi turno, Pene me atendió con una sonrisa, a la vez que, muy familiarmente, me confesó que eran muchos los viajeros que perdían sus vuelos, por confundirse de aeropuerto. No me tranquilizó, pero tampoco me cobró ninguno de los más de 15 kilos que llevaba de exceso de equipaje. Me miró Pene-trantemente a la vez que sonreía y me dijo que nos veríamos más tarde en la puerta de embarque. ´Mhm´ pensé, pero dije ´Vale, muchas gracias´. Con las maletas a buen resguardo, salí para fumar. Me entretuve mirando a los asiáticos que pasaban por mi lado; extraños seres sonrientes. Apagué el cigarro en un asqueroso cenicero desbordado y me fui a comer algo, también tuve que comprar ´Bepanthon´(´Bepanthen´en alemán) para mi reciente tatuaje, en una farmacia dentro del aeropuerto, donde me cobraron tres euros menos que en una farmacia convencional de España. Pasé el control policial y me dirigí a la puerta de embarque, previo piti en un cubículo para fumadores, donde me sentí como un mono encerrado en un laboratorio. Fumar ha pasado de ser un placer a ser un castigo. Finalmente llegué a la puerta de embarque, donde Meth volvió a mostrarse muy cercana, supongo que por ser el único español entre elfos rubios de mirada puntiaguda. Me senté a esperar, haciendo Sudokus y observando mi entorno, hasta que por fin pudimos entrar en el avión. Penélope Meth me deseó un buen viaje y al poco tiempo el avión ya estaba en marcha.

Las caras seguían pareciéndome fuera de lugar, salvo por una azafata de rasgos asombrosamente atractivos, que no pude parar de mirar durante las tres horas de vuelo; su belleza era hipnotizante. El resto de tripulantes y viajeros parecían salidos de los bosques de Warhammer, o más bien del universo Tolkien. Los asientos del avión venían provistos de pantallas, con una gran selección de películas y series televisivas, para amenizar el vuelo. De vez en cuando, las pantallas olvidaban su selección, para volver a una posición neutra, donde patrocinaban y ensalzaban una y otra vez lo más destacable del País de Hielo, con comentarios como: ´Lo más increíble de Islandia no son sus parajes naturales y geiseres, si no el hecho de que su plato más típico es el tiburón curado´ o ´Lo más increíble de Islandia no son sus más de 13000 km de carreteras, si no el hecho de que el teléfono del Primer Ministro aparece en la guía telefónica´. Ninguno de estos datos me pareció muy increíble, más bien, pensé que era un reclamo bastante pobre. Así pasaron dos horas, entre series televisivas e interrupciones. Había logrado dar alguna cabezadita, incómoda hasta la extenuación, hasta que por fín sucedió lo inevitable. La pantalla indicaba que: ´Lo más increíble de Islandia no es su asistencia sanitaria universal, si no que más de un 70% de la población cree en los Elfos´. En ese momento, el tiempo optó por detenerse. Alcé la vista por encima de la pantalla e hice un giro de unos 180 grados con mi cabeza, ayudado por mi largo cuello, siempre fiel a mis necesidades. Todas las sensaciones aparecidas durante el check-in cobraron sentido como por arte de magia. Aquel dato sin aparente importancia, puso de manifiesto ante mí a todo el pueblo élfico. A mi alrededor, lo único que podía verse eran elfos, la mayoría rubios, con miradas puntiagudas (lo de las orejas es un mito), que kilómetro a kilómetro, iban adoptando su forma natural. Consciente de mi indefensión, contuve la respiración y mantuve el tipo; no debían oler el miedo en mis glándulas: todo el mundo sabe que los elfos se alimentan del miedo (¿o era Jesucristo?). Hice lo único que podía hacer en esta situación: seguir leyendo Austerlitz y mirar a la azafata cuando pasaba por mi lado.

El capitán anunció en elfo la proximidad del aterrizaje. Las espesas nubes, cargadas de lluvia y pena, comenzaron a desvanecerse a medida que nos acercábamos al suelo. Por fin pude vislumbrar el paisaje. La vista era interesante por desconocida; la naturaleza virgen ocupaba todo mi plano de visión, con terrenos que parecían ser el resultado de contínuas erupciones volcánicas, envueltos por un tono triste y grisáceo que invitaba a la depresión. Sin embargo, todos los tripulantes parecían excitados por volver a su Tierra, la Tierra Media. Nos aproximábamos por la costa, por algún pueblo de pescadores que resultaba ser la capital de Islandia. Aterrizamos suavemente. La parsimonia con la que los elfos se desenvolvían, me hizo perder un poco los nervios y murmurar frases en español, para darles a entender que estaba harto de su presencia en ese avión. Miré por última vez a la azafata hipnotizante y salí, adelantando por la izquierda a unos elfos ancianos. Recorrimos unos pasillos y de nuevo más controles. Acto seguido, otra espera de hora y media, donde tuvimos que rellenar un interrogatorio escrito, cortesía de los Estados Unidos de América. Durante la espera, seguí observando a mi alrededor, recordando mi visita al País Vasco, donde todos parecían compartir rasgos faciales, que me hicieron pensar en el incesto como punto clave. Había escuchado ya que Islandia es el país en el que más incesto se practica, lo cual no me sorprende, debido a su color y su penoso clima, que inducen a la confusión. A pesar de parecerse en este sentido al pueblo Vasco, los Islandeses poseen un gesto mucho más inquietante, con un tono de piel pálido y una mirada perdida pero punzante, que les confiere en general un aspecto similar al de la mayoría de asesinos en serie, que he tenido el sádico placer de ver en fotografías de archivo, procedentes de pueblos del sur de los Estados Unidos, donde también se practica el incesto en masa, tengo entendido. Solo Dios sabrá los secretos que esta Isla esconde; a mí no me interesan.

La megafonía anunció, esta vez en inglés, el vuelo hacia New York y me sentí más seguro. Mostré mi pasaporte y fotocopia del ticket en la puerta de embarque y me encaminé hacia el siguiente avión. Llegué a mi asiento, junto a la ventanilla y esperé a que todos se sentaran para poder disfrutar del despegue, momento del vuelo en el cual siempre pienso que habrá algún fallo técnico y que nos estrellaremos. Esta vez tampoco sucedió nada. A mi lado se sentaron dos francesas, madre e hija, nada atractivas y por lo tanto, nada interesantes. Me alegré cuando despegamos, por alejarme finalmente de aquella deprimente isla de hielo incestaria poblada por asesinos en potencia. Decidí que jamás viviría en ese sitio, donde seguro que la tasa de suicidio alcanza cifras remarcables. Islandia había ganado un enemigo. En seis horas llegaría a mi destino final: New York. Para matar el tiempo, proseguí con la lectura de Austerlitz, pero me aburrió lo suficiente como para volver de nuevo a los Sudokus. Tras completar unos cuantos, pasé a ocupar la mente con una película de las ofrecidas por el menú de la pantalla individual, que había frente a cada asiento. Conseguí dormirme a mitad de la película y despertar unas tres horas más tarde, descansado, pero con dolor de cuello y desorientado, con un sol especialmente intenso y luminoso, que no me abandonó en unas 20 horas. Compré algo de comida por un precio injusto y puse otra película, con la esperanza de volver a dormirme, pero no se dió el caso. Al menos la película fue entretenida. A pesar de que el vuelo duró el doble que el anterior, se me hizo mucho más rápido, entre las horas de sueño, las películas y el tiempo que pasé absorto en mis pensamientos. Un día después de lo previsto llegué a New York. Tenía que encontrarme con Annie, una amiga de Tara, que guardaba las llaves del piso en el cual conviviría con Tara durante el próximo mes, una vez ella volviera de Burning Man, donde se encontraba pedaleando en medio del desierto de Nevada. Nunca sabré la verdad de lo que allí sucedió. Pero vayamos por partes... Al menos había llegado a mi destino final (temporal).


domingo, 11 de septiembre de 2011

DESPISTE

Cuando algo pueda salir mal, lo hará. Ya lo dijo alguien.

Pasé el día paseando por la ciudad. Bueno, en realidad pasé solo unas horas, después de despertarme para el desayuno, antes de las 11:00 y volver a dormirme hasta las 18:00. Salí a dar una vuelta. Sobre las 20:00 ya estaba harto de deambular sin rumbo fijo por el centro y volví al hotel, para llegar a tiempo a un bar y ver jugar al Barça. No me decepcionaron; 5-0. Decidí irme pronto a dormir para despertar a tiempo de desayunar, no volver a dormirme y dirigirme con tiempo hacia el aeropuerto. Imprimí el ticket y me aseguré de que todo estaba en orden, para no sufrir contratiempos. A las 14:45 estaba programado mi vuelo hacia New York, con escala en Reikiavik.

Llegué sobre las 12:50 al aeropuerto. Mi primera sorpresa llego al ver un cambio en el horario de mi vuelo. En lugar de retrasarlo, lo habían adelantado 45 minutos. La agonía empezó a apoderarse de mí. Odio todo el proceso previo a un viaje en avión; el miedo a llegar tarde y también a tener porros escondidos en algún lugar que no recuerde, la sensación de estar a punto de perder todo el dinero y tiempo, destinados a la compra del billete, la antelación con la que debes presentarte, los precios que te rodean, los exhaustivos controles, el estrés que todo el mundo comparte. Nada bueno trae. Si era cierto que el vuelo salía a las 14:00, tenia tan solo una hora por delante para llegar a tiempo.

Cargado con unos cuarenta kilos de equipaje en total y cara de estar perdiendo un vuelo, me dirigí al tren que conecta la terminal 1 con la 2, informado por una vikinga muy servicial. Tan rápido como pude, me dirigí a la única ventanilla que indicaba Reikiavik, sin importarme que fuera otra compañía distinta a la de mi ticket. Tenía que haber un error. Me atendió una agradable mujer española, criada en Alemania y por ende, con un acento extraño, pero una gramática perfecta. Su cara me resultaba familiar. Me dijo que mucha gente le decía lo mismo, por su parecido con Penélope Cruz. De algún modo, sí que tenía un cierto aire, pero muy rancio; era como si Penélope Cruz estuviera enganchada al meth y degradada en consecuencia. Un: “mmhhmm, uh oh” procedente de su boca, me puso en alerta. Mi nombre no aparecía en el sistema. Además, según mi ticket, tenía que volar desde otro aeropuerto, en Frankfurt Hahn, a unos 100 km de distancia, una hora en taxi como mínimo. Se confirmaban mis nulas sospechas: había otro maldito aeropuerto en la ciudad, el cual no sabia ni de su propia existencia. Ni siquiera apareció en Google el día anterior cuando introduje las palabras: “aeropuertos Frankfurt” (al menos no estaban a primera vista de un lerdo). Había que incluir la palabra Hahn, o escribirlo en otro idioma.

Toda la acumulación de tensión, iniciada en la estación de tren, desembocó en un sentimiento de miseria profunda. Lo acepté deportivamente. Me fui cabizbajo, rodeado por una penumbra que podía verse a distancia y salí fuera, con mis cuarenta kilos de equipaje, arrastrados sin amor propio. Una vez fuera, encendí el cigarro de la derrota. “Gran Fracaso”, pensé. “Gran Fracaso”, me di cuenta. Llamé a mi madre, avergonzado, para compartir mi fracaso. Tras su enfado inicial, se puso al teléfono mi hermana mayor, para decirme que no me preocupara y que consiguiera un nuevo vuelo para el día siguiente. Me desperecé y volví hundido a la terminal 1, para coger el tren de vuelta e intentar conseguir un vuelo por internet en algún “cyber”, dados los ridículos precios que me ofrecían en el last minute del aeropuerto.
De vuelta en el centro, conseguí un nuevo cuarto, esta vez en un hostal mucho mas barato. La broma del billete costó más o menos el mismo precio que dos abortos en una clínica privada; un mes de trabajo para muchísimas personas. Incluso más, en otros tantos casos. Esta vez sí, con todo en orden, me fui a comer algo. Sin tiempo ni ganas para más hazañas, decidí volver al hostal, con la idea de no moverme para evitar aumentar los gastos. Escribí y fumé tabaco, puesto que el hachís se había terminado por la mañana. Nada parecía estar de mi lado.

Dejé todo arreglado para evitar otra debacle. Tras la ducha, pasé un par de horas leyendo Austerlitz, un libro en inglés, sin párrafos pero con imágenes, de W.G. Selbald (poco más puedo decir). Había mantenido la calma, y también dado las gracias por las posibilidades económicas de mi familia. La sensación de ser un idiota seguirá dando coletazos, de momento, el mejor remedio para no pensar en eso es masturbarme y mantener la mente ocupada en algo positivo: corridas en la boca y la visión de un bonito culo a cuatro patas. Buenas noches Fuckfurt.

MI NACIMIENTO

El efecto del VORTEXIFAM, que es un derivado del CORTEXIFAM, que a su vez es un derivado del CKL (Calvin Klein Lisérgico), ha puesto el pasado de manifiesto ante mi. Dentro de la sala donde hace 25 años estaba situada maternidad, he podido ver con mis propios ojos cómo fue todo el proceso de mi parto.

La diferencia básica entre el VORTEXIFAM y el CORTEXIFAM, es que este último te permite abrir puertas a universos paralelos, mientras que el primero, crea un vortex hacia el pasado, dentro del mismo universo. Además, el CORTEXIFAM aparece en FRINGE, la serie de televisón, mientras que el VORTEXIFAM me lo acabo de inventar.

El percal era el siguiente: mi madre estaba de cuclillas, poniéndome a parir, aun así, su rostro reflejaba la serenidad de la experiencia. Yo era su cuarto parto. En la habitación del hospital, tan solo estaban mi madre (como variable dependiente), su amiga Evelyn, una enfermera y el doctor encargado de sacarme con vida y darme mi primera ostia, si se terciaba. Mi padre había hecho acto de presencia, hasta que la situación dejo de parecerle interesante y decidió marcharse, utilizando sus nervios como excusa. Todo un ejemplo de compañerismo. Tras su huida, la plaza vacante fue ocupada por Evelyn (actuando como variable independiente).

Mi madre leía un libro en francés para distraerse, como si no tuviera suficiente con dar a luz. Aunque no pude distinguir el título, me quedó bastante claro que las mujeres son capaces de llevar a cabo varias tareas a la vez, por complejas que sean. Es cierto que una vez estuve en un botellón, meando, vomitando y riéndome al mismo tiempo, pero las tres acciones provenían de la misma convulsión del vomito, de modo que no es comparable. Por suerte, a pesar de la posición fecal, no confundí la puerta y salí por donde era menester hacerlo. Milímetro a milímetro, fui asomando la cabeza por entre las piernas de mi madre, que seguía sumergida en su lectura. Cual talismán de cristal que vuela por el aire a cámara lenta y antes de estrellarse contra el suelo, deshaciéndose en mil pedazos, es atrapado por una mano salvadora, fui a parar al mundo. Caí como fruta madura. En lugar de pan, traía conmigo una sonrisa irónica, que abarcaba todo el ancho de mi cara. Tenia poca sangre en el cuerpo y, con cierto disimulo, me rozaba el pene con la mano derecha. Fue extraño volver a ver mi pene con prepucio, después de tantos años. Prefiero lo que veo hoy en día.

El aire fresco parecía sentarme bien. La sensación de espacio, tras tanto tiempo agolpado entre el resto de órganos de mi madre, era indescriptible (y con esto me ahorro hacerlo). Pude ver serenidad en el rostro de mi otro yo más primario, aún lejos de saber lo que se le venía encima. Al observar mi rostro recién nacido, me di cuenta de que nada tenia que ver con el mio. Nada ni nadie en la inmensidad del universo, podría haber presagiado esta evolución de los rasgos faciales. Es como si saliéramos al exterior con una cara neutral, la cual va dibujándose, ayudada por los genes, que actúan como márgenes de la hoja o lienzo, y definida en su trazo por los sucesos, traumas y experiencias vividas a lo largo del tiempo. Nuestra cara podría ser hoy cualquier otra obra bien distinta.

Los efectos del VORTEXIFAM comienzan a reducirse. Además, la sala donde vine al mundo (al igual que tantos otros), está hoy ocupada por algún tipo de escáneres corporales, que no despiertan en mi gran interés. La angustia del aburrimiento se cierne sobre mí y tengo que irme. De todas formas, no estoy muy seguro de que esperaba encontrarme en este sitio; al menos me he visto nacer a cámara rápida.

Para matar el resto del día, he estado dando vueltas por la ciudad en solitario, escuchando música en los cascos y observando, a la par que era observado, sin mediar palabra. Lo más destacable del paseo, ha sido un grupo compuesto por cinco chicas, con el cual me he cruzado en un par de ocasiones; tres de muy buen ver y dos muy buena gente (supongo), todas con gafas de sol y poca ropa, arrastrando un carro de compras, en cuyo interior unos subwooffer emanaban música techno, haciendo de reclamo para una fiesta próxima a la cual no asistiré. Las sueltas muchachas, disfrutaban llamando la atención, levantando los brazos, emulando a un director de orquesta, moviéndose como auténticos zorrones de club, sabiéndose observadas y deseadas sexualmente, al menos en el caso de tres de ellas. Las otras dos disfrutaban por el mero hecho de compartir grupo con ellas, pero conscientes de su rol secundario. Por mi cabeza rondaba solo una cosa: ¿cuál de ellas seria la que tendría clamidia?

Al final, harto de vagar sin rumbo, he vuelto al hotel, acompañado por una botellita de Jagermeister, que prácticamente he terminado con cuatro tragos. El Facebook y una paja mediocre es lo ultimo que recuerdo.

martes, 6 de septiembre de 2011

El punto de partida

Hace 25 años, 10 meses, 24 días, 20 horas, 45 minutos y 27 segundos aproximadamente, estuve aquí por primera vez. Estoy sentado en el parquecito contiguo al Hospital Zum Heiliger Geist de Frankfurt Main, lugar exacto de mi nacimiento. He llegado demasiado tarde para una visita guiada y tendré que esperar hasta mañana para poder ver el lugar de los hechos. De momento, ya me han avisado de que Maternidad ha cambiado de zona; ya nada es lo mismo que hace 25 años. Intento quemar hachís sin que se note, pero es de noche y estoy bajo la luz de una farola solitaria, que como mínimo delata mi comportamiento inhóspito y alumbra mis vergüenzas.

Un hombre con cara de pocos amigos (o con cara de tener amigos en la cárcel), mea en la acera de enfrente, su actitud me mantiene alerta. Temo más ser asaltado por algún transeúnte intransigente que por la propia policía, la verdad sea dicha. La nocturnidad provoca en mí cierta sensación de inseguridad, sobre todo cuando estoy solo y en una ciudad totalmente desconocida. Es cierto que nací aquí, pero no había vuelto desde que nos marchamos hará unos 24 años, y mis recuerdos y nexos de unión son nulos. Aun así, es agradable la sensación de retorno, el cierre de un nuevo círculo (gracias Tara, por obsesionarme con el puto concepto cíclico). La leve identificación que siento por el pueblo alemán, se debe más al idioma con el que mis padres se comunican en casa, que por el mero hecho de haber nacido en esta tierra. Es gracioso pensar que nos han llamado “los alemanes” durante tantos años en nuestro vecindario, cuando nadie de la familia al margen de mí, es nativo de Alemania.

Tan gracioso como el SIDA.

Me gusta lo poco que he visto. Por estética, la ciudad es impecable, además, todo el mundo está de fiesta. No sé qué celebran, mas mi mente tiende a lo macabro ¿qué pasó aquí el 28 de Agosto de hace setenta años? Mejor no saberlo. Mi alemán parece cada vez más oxidado y siento tanta pena como vergüenza por ello, al fin y al cabo, en casa se habla alemán y de pequeños teníamos una profesora particular que nos ayudaba a enderezarlo, aunque lo que más se enderezaba era mi poya, mirando sus protuberantes pechos. La misión resultó un fracaso y ahora sufro las consecuencias: es frustrante entender pero no poder expresarse en un idioma, de manera que apenas me expreso y cuando tengo que hacerlo utilizo el inglés. Por suerte, la mayoría de personas en esta ciudad habla inglés o tiene nociones más que básicas. Una deleznable sensación de vergüenza invade mi cuerpo cada vez que tengo que comunicarme. (A unos metros de mí, veo pasar un hombre paseando un erizo. Al poco me doy cuenta de que venían por separado, pero he visto un erizo.) Antes de venir al hospital, he pedido dos Bratburst, en 2 tenderetes distintos de la feria que hay montada a ambos lados del río, con una incomodidad impropia dentro de un ambiente festivo. Pensaba que al comerme una salchicha Frankfurt en Frankfurt, crearía una paradoja espacio-temporal a partir de la cual implosionaría el mundo. Últimamente me divierto pensando que las paradojas provocan implosiones. Daría mi reino por ver algún objeto o persona implosionar ante mis ojos; quizá alguna de las personas que viven en la calle haya hecho ese mismo trato, muchas caras lo sugieren.

Caras, siempre caras. Infinitas caras. Cuando llegué ayer a Alemania, procedente de Mallorca (la Isla Alemana) no sentí una gran atracción por los rasgos faciales que tenía delante, pero hoy, caminando por el río y el centro de la ciudad, he visto una gran variedad de caras, muchas de ellas de gran atractivo. Tiendo a estereotipar los rasgos comunes de las diferentes naciones y pueblos. En ocasiones estoy en lo cierto (como en el caso del pueblo vasco, donde todos son primos-hermanos) y a veces me equivoco. Hay muchos alemanes con cara de dolor de hernia, no lo discuto, pero he visto una variedad inmensa que me ha hecho cambiar de parecer. Me ha recordado a la variedad física característica de naciones como Holanda, Brasil o América del Norte. Aquí cualquiera puede ser cualquiera y proceder de cualquier lugar del globo (salvo los germanos puros, esas caras no admiten discusión.) Adoro el mestizaje, el sexo interracial. Todo el mundo habla alemán, pero bien pudieran ser latinos, africanos o europeos del este. La mezcla transgeneracional implica, cada vez más, la homogeneización de rasgos, hasta llegar a la confusión total entre razas y pueblos. La mayor heterogenia de rasgos conduce inextricablemente hacia la homogeneización de los mismos, bajo el efecto de la 4ª dimensión. Lo cual supone una nueva paradoja… Sigo sin implosionar.

Al final, un punki mohicano borracho, que ha estampado su botella de cerveza con el suelo, en un banco a 10 metros de mi posición, termina por ser el detonante y motivo de mi marcha. Me levanto sigilosamente y desaparezco del parque. Mañana volveré para ver el hospital por dentro. Antes de regresar al hotel para masturbarme y quién sabe si también para escribir algo, vuelvo a cruzar un largo trecho del río, con la única misión de conseguir algo de cena. La muchedumbre, anestesiada bajo los efectos ópticos y sonoros de los fuegos artificiales, perfectamente acompañados por una ópera de Pavarotti, apenas se mueve, dificultando mi avance. Decido no perder la calma y concederles el beneficio del festejo, como quien perdona una vida. De todos modos, estoy de paso y no tengo prisa. Aunque pensándolo bien, una implosión a tiempo sería una victoria.

Llegar a Frankfurt...

Estoy en el aeropuerto de Palma de Mallorca. Un niño de cabeza desproporcionada y aires de impertinencia temprana, pasa por mi lado. Sus padres le han vestido de adulto. Muestra orgulloso su móvil de última generación, infinitamente superior al mío, que además lleva 2 días siendo inútil por no haber pagado la factura. Ni llama ni recibe llamadas, es el móvil del Hortelano. Al menos todavía funcionan los juegos, pero la batería es escasa y es difícil que supere ya mis récords de puntuación.

Me dirijo hacia Frankfurt Main, punto de partida donde comenzó toda esta angustiosa pero desternillante partida de ajedrez metafórica y superlativa, con sus evidentes Jaque Mates, Electro-Birkenaus y demás deformaciones de la realidad Newtoniana. ¡Qué poderoso es el mundo Cuántico (Quantum)! Miro a mí alrededor y me doy cuenta de que soy el único que no parece urdir planes de invasión polaca. Creo que todos son alemanes. Sus caras de dolor y rabia contenida les delatan. Aunque no recuerdo ninguna batalla o invasión masiva Bávara reciente, al menos que haya sido emitida por TV, me doy cuenta de que esta isla ya no pertenece, en espíritu, a España. Es el lugar por excelencia de veraneo germano.

Para desesperación mía, no quedan zonas reservadas para fumadores empedernidos como yo, me dice una azafata, contenta por cruzar dos palabras en castellano. Visto el panorama, mi único pasatiempo viable es observar hasta que llegue el momento del vuelo. Hago un primer intento de expedición. Entro en una tienda con cartel de “El corte inglés”. Me sorprende que haya tanta gente de compras en un maldito aeropuerto, el aburrimiento nos lleva inevitablemente al consumo. Tras observar algunas de las caras, todas, sin excepción, desagradables y ridículamente contentas, vuelvo a salir de la tienda. En frente de mí, un muñeco de Woody, el vaquero de Toy Story, de unos 50cm de alto, me mira sonriente, irónico, dolido y atrapado. Todo en uno. No puedo hacer nada por él, ni él por mí, asique decido volver a sentarme frente a la puerta de embarque. Durante la espera, veo a una pobre chica en silla de ruedas, con cara agradable y cuerpo raquítico y deforme, cuyos brazos no son más gruesos que mi pene en estado erecto y colindante, y siento un gran dolor por su existencia. La vida es muy macabra. Odio tener que estar agradecido por la desgracia ajena.

Por fin entramos en el avión. Hoy es un día complicado. La levedad del ser no va conmigo. Me he despedido de mi padre, consciente de que era para siempre. EL hombre tiene cáncer terminal de esófago, ya extendido a la sangre y en plena metástasis sin controlar. Lo cierto es que nuestra relación siempre osciló entre la nada y la mierda. Es duro tener un padre que no te gusta, al igual que tener un hijo que no soportas. Este es nuestro caso, aunque siempre tratamos de imponer la cordialidad para evitar trifulcas. Muchas veces he deseado que mi padre no existiera y parece que ese momento está más próximo, sin embargo, una despedida nunca es agradable, y más a cuando es definitiva. Además, fue el hombre que me eyaculó hacia la vida, ofreciendo generosamente su genética y posibilidades económicas (una vez gestado). En cierto modo, siento el peso de la importancia sobre mi pecho. Un ardor intenso dificulta mi respiración. Es la misma sensación física que se da en mí cuando me siento culpable. Esperaba no verme afectado por la despedida, tanto con mi padre como con el resto de personas que dejo en Alicante, pero, al fin y al cabo, ha sido un verano largo. El cáncer, un aborto, el envío con más de dos meses de retraso de la última película de Pepito y la sensación general de pérdida han influido en la dilatación del tiempo.

Avanzamos a 836 km/h a una altura de 11,4 km del suelo. Ni siquiera aquí, volando en medio de la nada, consigo sentir la levedad del ser. He tenido que pagar 225€urazos frescos (y dolorosos) por exceso de equipaje. Por lo visto (y desembolsado), la compañía con la cual viajaba (Air Berlin) ha hecho cambios en su política de empresa, pasando a cobrar por KG y no por bultos. 15€ por cada kg excedido, sobre un tope de 20kg por persona, divido por la raíz cuadrada de la distancia de Planck, da como resultado una clavada por el orto, sin vaselina. Aun así me han “perdonado” 2kg y medio, es decir, 45€. Deslumbrantes hijos de puta. A mi pregunta de: “¿dónde ponía eso?”, han respondido, bastante sonrientes, que “se trata de un cambio reciente en nuestra política de empresa”. Espero que hagan bancarrota.

Pero no todo es tan malo. Estamos sobrevolando Frankfurt y en breves volveré a pisar el suelo que me vio dar mis primeros pasos. Cientos de veces he fantaseado con mi llegada y finalmente tengo la posibilidad de comprobarlo en primera persona. Acabamos de aterrizar. La gente aplaude, no sé si guiados por el temor a no haberlo logrado nunca o como reconocimiento a la labor del piloto. Estaré aquí unos días y después me marcharé hacia New York, donde me espera una nueva y esperemos que gloriosa etapa. Me dirijo con el resto de pasajeros hacia la zona de recogida de equipajes. Primero avanzo unos 500m en una dirección, la gente me sigue porque voy el primero, pero yo no entiendo los carteles escritos en alemán y al poco tiempo me doy cuenta de que estaba caminando en dirección contraria, de manera que tengo que volver sobre mis pasos. Es divertido ver cómo los últimos siguen a los primeros mecánicamente, sin siquiera comprobar si estos estaban en lo cierto, como ha sucedido en muchas de las revoluciones sociales. Siempre hay alguien que no entiende el alemán, pero camina con paso firme, confundiendo al resto de la masa: creo que algo así sucedió en Francia, en 1768. Al final llegamos a la zona de equipajes. No existe información en las pantallas y tampoco hay nadie a esas horas para darnos indicaciones. La gente espera impaciente a que aparezca su maleta (o bulto de 225€ extra). Por suerte para mí, en este aeropuerto sí que hay zona de fumadores. De hecho, hay hasta zona de fumadores CAMEL, y ese es mi sitio. Mientras fumo, ansioso por coger un taxi, veo pasar mis dos maletas, como cogidas de la mano (asa). Dejo el cigarro a medias y salgo escopetado. No hay tiempo para más preguntas. Cojo el primer taxi que pasa por mi lado y ponemos rumbo hacia el Hotel Excelsior, lugar donde me quedaré estos días y donde solía hospedarse mi padre antaño, cuando venía por razones de trabajo o sexo esporádico. De esta forma se cierra un nuevo círculo. Ahora solo pienso en fumarme un porro. Por suerte pude meter hachís en la maleta. Tras muchas horas, por fin podré relajarme y quedarme tieso en la cama. Es muy posible que me masturbe, de hecho, es una apuesta segura.