Nueva York es una gran ciudad. Algún motivado incluso la llama “The Greatest City Of The World”. No niego que la ciudad sea espectacular, o que sus posibilidades sean infinitas, pero hay que mirar todo con lupa. Supongo que, si no fuera por el frío polar, podría considerarse con menos objeciones. Como toda gran ciudad, Nueva York tiene ventajas y desventajas, provocadas por sus propias ventajas, que a su vez provocan desventajas, dando lugar a nuevas ventajas, en un continuo ciclo teseráctico, que deriva irremediablemente en una relación de amor-odio entre los ciudadanos y la metrópolis...
Al igual que el día anterior, me quedé dormido sobre las ocho de la tarde, derrotado por la marihuana. La marihuana te kills si te descuidas. En ambas ocasiones desperté a las tres de la madrugada, completamente perdido, sudoroso, hambriento y con la boca extremadamente seca. La primera noche conseguí volver a dormirme pasadas unas dos horas, ayudado por otro porro y un sandwich frío de mortadela. Sin embargo, al día siguiente ya no tuve tanta suerte y tras pasar una hora dando vueltas en la cama, decidí incorporarme, consciente de que tendría que despertar en unas cuatro horas para ir a la escuela,. Lié otro porro y terminé de escribir una de mis últimas publicaciones. La inspiración siempre me visita por las noches y tengo que aprovecharla.
Ya había amanecido cuando terminé de dar los últimos retoques y me metí en la ducha. Necesitaba refrescar mi cuerpo para no notar los síntomas del cansancio tan pronto. Si iba a estar cuatro horas en la escuela perdiendo mi tiempo, era preferible hacerlo en condiciones óptimas. Tenía que salir con media hora de antelación, para llegar a las diez a clase. Sin que sirviera de precedente, decidí salir 15 minutos antes, para poder desayunar y recobrar fuerzas. Compré un roll de salchicha con queso y huevo y no respiré hasta haberlo terminado. El paseo hacia la estación de metro más próxima fue reconfortante. Hacía un tiempo casi perfecto, con calor al sol y frío en la sombra. Naturalmente, avancé por la acera soleada, sin llegar a comprender muy bien porqué habían transeúntes caminando por la otra acera.
Cuando bajé las escaleras del metro y entré en la estación de Bedford Ave, no podía imaginar la agonía que me deparaba el viaje. Tendría que haber ido en dirección contraria, hacia Marcy Ave y coger la línea M, pero ya era demasiado tarde para volver sobre mis pasos. La presencia masiva de personas en el andén, todas esperando coger el mismo tren para ir hacia Manhattan, me hizo sonreír por dentro y arrepentirme por un momento de estar en THE GREATEST CITY OF THE WORLD. Bajé al andén y avancé hacia el fondo, con la esperanza de encontrar menor aglomeración, pero la masificación no disminuía. Miré el reloj: eran las 09:40 y el tiempo ya no jugaba a mi favor. Los trenes venían con intervalos de ocho a once minutos, una frecuencia inusualmente alta, teniendo en cuenta que era el primer lunes después de Thanksgiving y todos los humanos volvían al trabajo y a sus vidas cotidianas. La imagen era cómica: gente de todo el mundo, tramando sus jugadas, tratando de hacerse un hueco en la línea frontal entre cientos de individuos, para tener una ínfima posibilidad de meterse en el siguiente tren y no llegar más tarde a su destino. La crispación iba en aumento. Traté de situarme lo más cerca que pude, pero mis esperanzas por entrar eran nulas. Un chino bajito de unos 50 años se colocó delante mía, empujándome sin reparos y regalándome una mirada de mierda, que ni siquiera supe interpretar. La megafonía anunció la proximidad del tren. La expectación inicial se convirtió en decepción general. El tren venía lleno. Desde fuera podíamos observar el interior de aquella lata de sardinas gigante, que transportaba humanos de todas las razas hacia el centro de la ciudad. Las cabezas de las personas que formaban aquel cuerpo, sobresalían lastimeramente en busca de dignidad, elevando la cabeza hacia arriba, sofocadas; parecían girasoles en busca de sol, pero eran personas buscando oxígeno. Aquello era una auténtica dosis de realidad. Cuando el tren se detuvo, los pasajeros del andén se agolparon ante la puerta, colapsando cualquier tipo de vía de escape para los pasajeros que suspiraban por abandonar el vagón. Desde el principio, tuve claro que no pertenecía a aquel tren. Me alegré cuando vi a aquel chino cincuentón quedarse también fuera. Es mejor no jugar con los hijos del Diablo.
El tiempo corría en contra de todos y nadie tenía la intención de ceder un centímetro. Demasiada tensión para mi gusto burgués. Vino un tren en dirección contraria, y con él, algunas personas más desaparecimos con la esperanza de encontrar un hueco por donde colarnos, en alguna parada previa. Víctima de las prisas, bajé en la siguiente estación, en un acto incauto que por suerte no tuve que lamentar en exceso. El andén parecía prácticamente igual de abarrotado, aunque en este no todos se agolpaban en el frente y muchos esperaban apoyados contra la pared; cuestión de arquitectura supongo. Quedaban unos tres minutos para la llegada del siguiente tren. A medida que iba avanzando comenzaron a salir pivones entre los pasajeros, por lo que me vi forzado a aminorar mi marcha. Eran ya las 09:50 y tampoco pensaba que pudiera colarme en este tren, de manera que puse música en mis cascos y opté por relajarme. Me situé a media altura del andén, detrás de una chica que emanaba un aroma excitante: da igual la hora que sea o la situación en la que me halle, siempre cruza mi cabeza algún tipo de pensamiento sexual. Es inevitable. El tren hizo su aparición mientras Cunninlynguists complacía mis oídos. Venía igual de lleno que el anterior, lo cual me hizo pensar que debí haber bajado una parada más tarde. A diferencia del anterior, de este salieron muchos pasajeros. Rápidamente, las personas agolpadas en la puerta comenzaron a entrar, suspirando, directos a su hueco. Por un momento, pensé en darme la vuelta y volver a casa, dar por finiquitada la vida y no salir nunca más de mis aposentos, pero justo en ese instante, la chica del buen aroma se apartó y vi un pequeño hueco, en el que sin lugar a dudas estaba escrito mi nombre. En un movimiento brusco, dejé claro al resto de los presentes que aquel sitio me pertenecía. Me metí hasta donde pude y puse a salvo mi mochila. Las puertas cerraron a trompicones y suspiré aliviado; había conseguido lo más difícil, ya formaba parte de la marabunta. Al igual que el resto de pasajeros, opté por alejar mi nariz del sobaco más cercano y giré mi cabeza mirando al techo. El título de la escena bien podía ser: “¡Qué triste es vivir en New York!”. En aquella lata de sardinas gigante rusa la incomodidad era un hecho y la dignidad una utopía. Nadie miraba a nadie, conscientes del ridículo. El silencio era absoluto. Con el dedo índice presionado con todas mis fuerzas contra el marco superior de la puerta, pues todas las barras de sujeción estaban ocupadas o lejos de mi alcance, mantuve el tipo durante las continuas embestidas, producidas por los cambios de velocidad del tren en las curvas. Tras uno de los primeros vaivenes escuché unas carcajadas, en el siguiente, creí vislumbrar una pelea en el fondo del vagón, pero debió de ser mi imaginación... o más bien una fantasía. La incomodidad, acompañada por los malos olores y las caras de mierda que me rodeaban, me hizo pensar como siempre en Dark Oblivion, donde a pesar del temor, la calma impera. Necesita abstraerme, enviar a toda aquella panda de humanos molestos a un lugar "imaginario" de donde no pudieran escapar, en caso de confirmarse la leyenda.
Llegamos a Bedford Ave. Esta vez, yo ya formaba parte del interior y mi sitio no corría peligro. Algunas personas trataron de salir y muchas quisieron entrar. El cúmulo era excesivo, sin apenas espacios para poder siquiera respirar en condiciones. Me encontraba inmerso en mi música y ojeando mis bolsillos, desconfiado, cuando de repente escuché unos gritos. “What the fuck!! Don´t fucking touch me!! Motherfucker!!” Eran las 10:00 de la mañana. Una negra, probablemente salida de alguna película de Spike Lee,le gritaba histérica a un hombre, que parecía no dar crédito a lo que estaba escuchando. Ella le reclamaba su espacio, como si el hombre tuviera alguna opción para decidir dónde meter su brazo. No podía creer lo que estaba viendo. La negra había perdido la cabeza y gritaba endemoniada. “¡MOTHERFUCKER, MOTHERFUCKER, MOTHERFUCKER!” Tres veces. Pensé que Motherfucker aparecería en el vagón, invocado por esa jodida desquiciada. El hombre se mantuvo estoico y el resto del vagón estupefacto, ¿para qué molestarse?. Estábamos todos en la misma vergonzosa situación y no había necesidad de malgastar la energía en aquella chica de barrio maleducada. Todos seguimos en nuestra posición, formando aquel cuerpo de basura humana interracial, míseros hasta el infinito. Llegamos a 1st Ave y el cuerpo comenzó a perder efectivos. En 3rd Ave ya se podía respirar. Bajé en la siguiente parada, contento por perder de vista aquel tren, que había alternado el buen humor con el que empecé el día, hacía ya unas siete horas. Cambié a la línea Q, para llegar a la 42th con Times Square, donde está situada la escuela.
Salí a la superficie a las 10:15 am aproximadamente, harto de aquel viaje que debió ser un paseo y se convirtió en una ridícula y agobiante odisea. Entré en clase con unos veinte minutos de retraso, pero no pasó nada. Afortunadamente, mi escuela es poco más que una tapadera, que te permite venir a New York con visa de estudiante - siempre y cuando pagues tus facturas religiosamente -, mientras buscas trabajo de manera ilegal, ayudando a hundir aún más la economía Norteamericana. Me interesa.
La vuelta a casa en metro fue más apacible y el día... no lo recuerdo. Pero lo cierto es que vivir en una ciudad grande a veces es una puta mierda. Tan cierto como que esta ciudad me depara cada día más sorpresas. Me interesa.